Me llamo Melanie Ferrero. Vivo en España, en Madrid. Soy una chica normal, del montón; siempre había odiado ser una más entre millones.

Justo en el momento en el que pensaba que mi vida no podía ser más monótona, llegó él a mi vida y la puso patas arriba, me hizo destacar y sentirme la más especial del mundo entero con una sola mirada y una sonrisa.

Pero, claro, la vida no podía ser tan fácil.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cap. 2: Buena idea

La abuela seguía tan chiflada como siempre. Nos recibió con una cazuela de caldo humeante en las manos. Sergio se la quitó de las manos en cuanto pudo, porque pesaba bastante y la abuelita ya no estaba para muchos trotes. Dentro de la cazuela, nos explicó la abuela, estaba cociendo unas semillas para hacer un bálsamo para su piel cansada. 
Sergio se fue pronto. Ni siquiera se quedó a comer, a pesar de lo que insistió mi abuela para que lo hiciera. Se marchó envuelto en misterio, como siempre. La abuela decía que pronto no sería más que una foto en un cartel de desaparecidos, en los ayuntamientos, y que se pasaría el resto de su vida escondido en una isla tropical rodeado de bailarinas hawaianas. 
Después de la comida (pero una COMIDA con mayúsculas, porque éso es lo que nos prepara la abuela), me fui a mi habitación a desempaquetar mis cosas. La abuela insistió en que le diese toda mi ropa para planchármela, y lo hice, a fin de que estuviera ocupada. Todos sabíamos que la abuela se aburría mucho. Añoraba aquellos momentos de juventud en los que sus piernas eran lo suficientemente fuertes como para escalar montes e ir de juerga por allí. Ahora, no era más que una ancianita adorable con ganas de volver atrás, que se entretiene en hacer cosas con tal de no obsesionarse. 
Llamé a mamá y le dije escuetamente que ya había llegado. Después de unos minutos de consejos que me dio mamá para la semana, colgué, gruñendo entre dientes. Ni que hubiera ido con una bolsa de plástico a una isla desierta durante tres meses... 
Hacia las siete, empecé a aburrirme. Sin Internet, sin adolescentes, sin amigos... no había nada que hacer. 
Salí al balcón a observar el barrio. Había parejas de viejecitos paseando a 0,04 kilómetros por hora, ocasionales coches pasando de largo y negocios de gente (también vieja) artesana, como costurerías, tiendas de ultramarinos, bares... 


De pronto, recordé el parquecito que había unas manzanas más allá. Siempre estaba desierto, porque era para niños y en éste barrio escaseaban (por no decir que ni existían). Pero yo había pasado buenos momentos jugando sola al baloncesto o al fútbol, en la cancha que había junto al parque. Decidí volver a jugar, y rebusqué por la casa de la abuela hasta que encontré el viejo balón de la familia. A pesar de estar desgastado y antiguo, permanecía perfectamente hinchado y botaba genial. Me puse un chándal así: 


Cogí el balón de baloncesto y me dirigí al parque. 

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